miércoles, 23 de octubre de 2013

París, al final del camino...


Montmartre
De los estereotipos sociales y culturales en determinadas regiones de América Latina inherentes a la generación nacida hacia los años 40 del Siglo XX, algunos de los más significativos corresponden a tendencias extranjerizantes, de acuerdo con el estrato socioeconómico.

Así, la clase obrera y campesina suspiraba mirándose en el espejo de lo mexicano, con sus gustos rancheros e inclusive identificándose con sus tragedias sociales. Con determinado acceso a la escolaridad, el nivel medio de la población se proyectaba en el estilo de vida de los Estados Unidos, y a menudo la tierra prometida o el sueño americano se fundaba en el encanto por las postales de Nueva York y de Miami.

Y el peldaño mayor de la sociedad, algo así como la gente considerada o presumida “culta”, esa sí con mejores prerrogativas de montar en avión y de cruzar el Atlántico, con cierto carácter compulsivo quiso verse reflejada en la bohême française, escenario y atmósfera que invariablemente suponían la aproximación a intellectualité. Como si se tratara de un desfile de estrellas, cada cual en su arte pero a la vez como parte de un todo cultural y generacional, personajes de la vida francesa como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Edith Piaf, Yves Montand, Marguerite Duras, Albert Camus, fueron ganando espacio y reverencia en el imaginario estudiantil latinoamericano, menos colectivo que hoy, de los años 50 y 60.

Llegado el crucial mayo de 1968 en París, con su ícono Daniel Cohn-Bendit a la cabeza, ya Brigitte Bardot, Jean Paul Belmondo, Alain Delon, Charles Aznavour, Louis de Funès y por supuesto Charles De Gaulle, entre muchas otras personalidades de primera plana, habían alcanzado el suficiente protagonismo que los hacía objeto de una especie de culto en las más diversas latitudes. En consecuencia, lo francés adquirió connotación de moda pero también de oportunidad, y ya no necesariamente inspiró el sueño de las élites, sino que su espectro se amplió hacia la izquierda juvenil, pero al mismo tiempo a la onda hippie, que parecía pescar en río revuelto. La tradición de que todos los caminos conducen a Roma cambió por la fijación sobre París.

Al menos por los años subsiguientes, media generación de todas partes interpretó de su propia magnificación de la Ciudad Luz, ¡oh, la-lá!, la razón existencial para continuar allí los desafíos de la vida. En una suerte de estampida gitana, muchos dejaron truncas sus carreras, abandonaron sus familias, renunciaron a sus amores y a las prerrogativas de sus entornos, y mochila al hombro le apostaron sus destinos a vivir, en verdad a tratar de sobrevivir, en la cuna del pensamiento universal.

Vestigios de aquella diáspora generacional se ven hoy reflejados en paisajes como Montmartre, donde, apeñuscados, confluyen aquellos soñadores provenientes de tan lejos, pintando sus acuarelas de rebusque, asumiéndose mimos en la tierra del mismo Marcel Marceau, vendiendo chucherías, rasgando alguna guitarra, declamando, fungiendo de guías turísticos, de intérpretes, y cuántos otros más, como los infaltables, apelando a la posibilidad de un bolsillo ancho o de una cartera al garete.

“Todo eso es rigurosamente cierto”, admite alias La Catira, una reportera latinoamericana, delgada como un hilo de cobre, que inmigró hace más de veinte años y que subsiste por cuenta del rebusque en la venta informal de pashminas Made in Pakistan. “No vivo como quisiera, como los oligarcas, pero, mire: Tener este cielo encima de mis greñas ¡me basta y me sobra!”, exclama con una mezcla entre el desparpajo y cierta resignación este ícono del sueño soñado por varias generaciones al otro lado del Atlántico: "Vivre à Paris, peu importe si elle est sous un pont!". Luego, y en medio del fragor turístico de la colina de Montmartre, su trémulo dedo índice derecho apunta a la distancia, hacia esa colosal estructura que es la Torre Eiffel. “Saberme vecina de esa cosa me hace feliz", afirma entre suspiros, y como si tomara revancha de algo en el pasado.

"Desde luego”, precisa, “no es por lo famosa, sino por cuanto significa como identidad de este país, que es la cuna de la revolución de revoluciones. Ya sé que para muchos todo esto les parecerá como decir 'no soy feliz, pero tengo marido'. ¿Sabe una cosa? Mejor, dejémoslo de ese tamaño. ¿No le parece?”. Y diciéndolo, La Catira da rienda suelta a una carcajada infinita con la que desdeña la curiosidad de su interlocutor de ocasión, un turista mexicano, y su silueta, casi imperceptible, se pierde con la caída del sol en la Rue d'Orsel,

martes, 28 de agosto de 2012

El gran dilema de los heterosexuales



Afirmar que un sujeto acaballado sobre otro, en el ejercicio de aparearse, es un espectáculo digno del más íntimo y recóndito escenario, por lo repugnante que resulta para quien simplemente nació, vivió y morirá fuera del clóset, entraña hoy en día toda suerte de riesgos, que oscilan desde exponerse al saboteo de un hacker hasta jugarse la vida misma, pasando por ser objeto de toda clase de epítetos, el menor de ellos tan recurrente y tan sonoro como el de terrorista: el calificativo de homofóbico. 

Con el debido respeto por la diversidad, derecho inalienable de todo individuo, resulta imposible soslayar la experiencia que como televidente tuve alguna vez en horario para adultos, cuando el presentador de la película del viernes, Bernardo Hoyos, un ícono del saber, un intelectual, modelo de prudencia, advirtió sobre el contenido explícito en ciertas escenas de una producción francesa, clasificada, según los cinéfilos, dentro del género culto. 

Y fue así como de entrada del filme, bajo la media luz de un cuartucho de motel, de dos sujetos que parecían alistarse para un combate grecorromano, pronto sus testículos intercalados parecían un atado de cebollas cabezonas basculándose, mientras los protagonistas asumían sus respectivos roles de activo y de pasivo en medio de una barahúnda y escandalera propias de dos mulos encolerizados que, para el cultor de lo femenino hasta la sublimación, ofendían el sentido estético y conceptual de la sexualidad. Imposible omitirlo: ¡Una escena asquerosa! En segundos experimenté una descarga eléctrica sobre mis sentidos, y calcinado emocionalmente apagué el televisor. 
 
En lo que parezca un doble discurso, complejo de explicar, en cambio, desde la óptica necesariamente masculina y hasta ortodoxa, al menos como casual espectador, el amor lésbico entraña, hormonal y sensorialmente hablando, una percepción antagónica a la del episodio anterior. Y es porque aquí talvez entra en juego el culto incondicional a lo femenino en todas sus expresiones, que permite exaltar la sensualidad y la plasticidad presentes particularmente en aquellos encuentros puestos en escena. 

Bien que mal, es un hecho el que con la modernidad y la reivindicación de los derechos de la comunidad LGBT a niveles del Estado y de la cultura ciudadana se ha logrado el reconocimiento hacia quienes piensan distinto, al punto de que cuanto antes resultaba contrario a la vieja moral religiosa y a las "buenas costumbres", es hoy el mayor y más extendido movimiento de vanguardia en el mundo, muy por encima del consenso contra la pobreza o del clamor contra el calentamiento global, y provisto de una fuerza tal, que la heterosexualidad pareciera en vías de convertirse en la cruz y en el tabú que por siglos le correspondió a la homosexualidad.  
Sólo viéndolo a la luz del día a día, bares, parques, teatros, clubes, hoteles, playas, tiendas, paquetes turísticos, literatura, música, sitios web y otros espacios conquistados por la comunidad gay no bastan aún como logros alcanzados, sino que además empiezan a adquirir una relevancia, un despliegue mediático y un protagonismo que en breve, a este ritmo, será excluyente y hasta opresor, una vez la causa ha accedido ya a los estrados de la política, al ámbito de la cultura popular, a los círculos de la intelectualidad y al poder económico.  
Como ocurre con los negros o los latinos en Palm Beach, el edén de los ricos y ojiazules de la clase alta norteamericana, o con los adultos mayores en las inmediaciones de un concierto de rock, de ahora en adelante el universo heterosexual deberá empezar a buscar y a ingeniarse su propio entorno, a efectos de poder sobrevivir a la creciente hegemonía, ya no propiamente de la homosexualidad, sino al homosexualismo militante. ¿No estamos, pues, ante el nuevo orden mundial de la sociedad, por cuenta de un evento como la unipolaridad sexual? ¿Surge una especie de imperialismo transgénico?  
¿Cómo enfrentar la avanzada de esta contracultura sin incurrir en estereotipos ni en extremos que acentúen la brecha y hagan de ella un escenario de confrontación, cuando entre las nuevas generaciones se abre paso un cambio radical de conceptos, un nuevo estatus. que desborda toda noción de lo establecido? Sin duda, se trata de un gran dilema sociocultural que con el tiempo puede trascender en la coexistencia básica entre distintos. 
Ahí no más está el presidente Barak Obama en la recta final de su campaña reeleccionista deshojando la explosiva margarita sobre si en sus próximos cuatro años avalaría o no la legalización del matrimonio entre parejas del mismo sexo, decisión política que puede costarle su permanencia en la Casa Blanca. La sensibilidad misma del tema es de por sí un referente sobre el significativo avance y la influencia obtenidos por los movimientos civiles en favor del legítimo derecho a la libertad sexual. 
En verdad, aquí el eje del asunto no está en discutir sobre el derecho universal a la inclinación de género ni a su inclusión en el orden principal de la sociedad, sino en la que se insinúa, por las características de la evolución del fenómeno, como la expansión de un acontecimiento de connotaciones imprevisibles, como en otras fases de la Historia fueron, por decirlo de alguna manera metafórica, el avasallamiento de las Cruzadas o la acción devastadora de los ejércitos de Adolfo Hitler, expresiones totalitarias, que determinan el destino del resto de mortales.  
A partir del arte y de la magia en que se funda la armonía cósmica, desde la génesis de las cosas en su equilibrio y ordenamiento espontáneo, según el toro es a la vaca, el tornillo a la rosca, la flor de loto al agua, la manzana a su árbol y no ensartada en una mata de cactus, la nube al cielo, la pluma al papel, propios de la inspiración selectiva del Universo, ¿cómo no admitir que ejemplares como los siguientes fueron concebidos para el fin que justifica su existencia, es decir, para el complemento natural de los cromosomas X y Y? A menos que, por ejemplo, las teorías de Charles Darwin sobre la evolución se hayan quedado cortas o que ciertos manuscritos suyos permanezcan inéditos...

Antonija Misura, basquetbolista olímpica, Croacia. 
 
Mila Kunis, actriz norteamericana.
 
Jennifer López, cantante y actriz puertorriqueña.
 
Ninel Conde ("El bombón Asesino"), presentadora y actriz mexicana.
Ver más poderosas razones...
 




viernes, 27 de julio de 2012

El mito de ciertos reencuentros felices

 
Una escena convertida en ícono histórico. El teniente Robert L. Stirm, del ejército norteamericano, regresa de su misión en la Guerra del Vietnam, donde permaneció cautivo hasta tres días antes de aterrizar en la Base Aérea Travis en California, el 17 de marzo de 1973. De izquierda a derecha, Robert L. Stirm, Lorrie Stirm, Bo Stirm, Cindy Stirm; la esposa, Loretta Stirm, y Roger Stirm. Sin duda, dentro de la ley de probabilidades, se trata de un reencuentro más parecido al final feliz de una película, que a la vida real. Stirm había sobrevivido al derribamiento de su helicóptero. De alguna manera, aquí las expresiones de felicidad están condicionadas a circunstancias entonces inéditas, como el anuncio que Loretta Stirm había hecho por el correo a su esposo el día en que fue liberado, en cuanto a que la relación conyugal llegaba a su fin. Captada por la lente de Slava "Sal" Veder, la imagen es bien elocuente en la descripción de cada uno de los protagonistas.

Justo porque se funda en pensar con el deseo, el pálpito general porfía en que los reencuentros, sobre todo aquellos más intensa y largamente aguardados, conducen siempre a escenarios felices. No obstante, no pocas son las experiencias sobre cómo reencuentros con antesalas tan enormes, aún festejados en medio de la mayor efervescencia, pueden culminar frente a verdaderos espejismos. De hecho, los deseos son abstractos, la realidad es concreta. ¿Cómo conciliar ambas dimensiones y no morir en el intento?

Aunque no existe el universo estadístico para formular el fenómeno, a este propósito abundan las historias cargadas de absurdos, paradojas y desencantos. Tomada al azar hay, por ejemplo, la de Jorge Eduardo Géchem Turbay, uno de los políticos secuestrados por la guerrilla en las selvas colombianas, quien al retornar a la libertad después de seis años —durante los cuales Lucy Artunduaga, su esposa, descubrió que la dimensión del infierno no es una hipérbole— regresó encadenado sentimentalmente a Gloria Polanco, una de sus compañeras de cautiverio. Semejante desenlace desató encendidas controversias entre quienes no perdonan aquel idilio y quienes hacen concesiones a las veleidades del corazón como conductas humanas naturales.

Ni se diga acerca de un evento afín, todavía más relevante, cual fue el protagonizado por la colombo-francesa Ingrid Betancourt, la más famosa de los rehenes de la subversión, quien en medio de la algarabía mediática de su liberación, a primera vista, que fue con ojos de invidente, soslayó la presencia de su esposo, Juan Carlos Lecompte, presente en la primera fila del comité de bienvenida. Abanderado internacional de la causa contra el secuestro a raíz del plagio de la propia excandidata presidencial, en fracción de nanosegundos Lecompte pasaba del delirio feliz en la intimidad a la postración en público. 

Algo similar debe ocurrir entre actores de millones de historias anónimas, muchos de los cuales habrán pasado y seguirán discurriendo parte de sus vidas entre los desvelos y los fantasmas derivados del silencio del ser desaparecido cuya presunta existencia deja el lastre de unos puntos suspensivos capaces de mantener en vilo el sentido de vivir de sus dolientes. Sin embargo, llegado el instante sublimado, pero sobre todo el momento de la verdad, muchas veces las circunstancias no sólo defraudan las expectativas, sino que implican aparatosas frustraciones.

Ya no propiamente en el contexto del amor en ese sentido, sino en el ámbito de la amistad, un valor menos susceptible de las contradicciones humanas y del cual era incondicional, Olimac Rávot (OR) resultó interpretando un rol estelar en un par de capítulos de este género. Fue como un día de mayo de 2011, en un arrebato de curiosidad, dio en buscar su propio nombre en las aguas de Google, con la sorpresa de encontrarlo sumergido en el buzón de alguna página. De veras, se trataba de la versión cibernética del mensaje en la botella que el náufrago lanza desde altamar, y en ella alguien invocaba la intención de recuperar una amistad interrumpida por más de treinta años.

En precaución de algún impostor de la web, OR acudió presuroso a un café internet en Bogotá para acceder al número telefónico escrito al final del texto y supuestamente ubicado en los Estados Unidos. Camino del cibercafé, y mientras trataba de reconocer el apellido de quien suscribía aquella solicitud, por su imaginación desfilaron todas las Anas Cristinas del mundo, la mayoría ajenas a su pasado.

Como surgida desde los entretelones de un festival de magia, pronto Ana Cristina Carrasco (ACC), ya con apellido de casada, aterrizó en Bogotá, donde casualmente había permanecido apenas días atrás con motivo de un simposio de terapias alternativas. Desde luego sin éxito, en tan breve coyuntura ella había desafiado la utopía de reencontrar al amigo, no sólo al cabo de más de tres décadas, sino entre ocho millones de almas, al punto de llegar a detenerse de manera sistemática en ciertos enclaves de la ciudad en espera descubrirlo entre la multitud de transeúntes. 

Una vez el reencuentro, con unos cuantos ítems de modo, lugar y tiempo para algún guion cinematográfico, y tras una semana rebosante de propósitos y de buena química con el entorno que la acogió, llegada la hora de abordar el vuelo de regreso a su base en Miami, entre lágrimas y abrazos eternos ACC se comprometió en un hasta pronto, y por cierto para una fecha medio cabalística: el 11-11-11. Empero, y entre el creciente estupor de su anfitrión y de los suyos, la noción sobre Ana Cristina, cuya reaparición suponía el milagro de una amistad rescatada de las espesuras del tiempo, fue convirtiéndose, en cuestión de sólo días, por cuenta suya y de manera inexplicable, en la hoja conminada a la hojarasca que el viento del olvido se lleva.

Meses atrás, en los albores del mismo año, la apuesta de OR por recuperar el contacto con Ylera Zaid (YZ), otra amistad femenina cuyo rastro había desaparecido entre la bruma de un cuarto de siglo, cobraba el premio al sinuoso recorrido por vericuetos de Internet, con escala en Facebook y arribo final al correo electrónico.

Conocidos desde 1974 en Venezuela, y ahora producto de una búsqueda que a fuerza del tiempo que se alargaba pareció llegar a ninguna parte, por fin en enero OR y YZ reanudaban lazos, a través del correo de Yahoo. Con una presunta empatía a prueba de por lo menos nueve mil quinientos días de incomunicación, en agosto y al calor de un café negro departían en Bogotá, y un par de semanas más tarde festejaban el haberse vuelto a ver con un brindis de vino caliente bajo la media luz de un bar.

Entre prosa y poesía, principio en común, la relación a distancia parecía gozar de cabal salud, hasta cuando OR empezó a experimentar cierto malestar en la autoestima, estado que fue tornándose crónico. Con una frialdad propia de las cosas inexorables —"ni modo, así somos"—, rayana con el desdén, la apatía epistolar de su corresponsal se hacía cada vez más recurrente en su laconismo. Como calcado del episodio con Ana Cristina, aquel paradigma de reciprocidad y perseverancia que OR había forjado de YZ resultó en una efigie asombrosamente deleznable.

Desde luego, la decepción, que es la pena capital de los sentimientos, era proporcional a la expectativa. En verdad, el nivel de degradación de una y otra relaciones había descendido al fondo de lo intratable, cuando las dos embajadoras del ayer terminaron reprobando hasta la asignatura clave de la interactividad social: la cortesía elemental. No propiamente con la mano en el corazón, Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon, deducía: "El estilo es la persona".

Sobrentendido, entonces, que cuando una amistad concluye es porque jamás ha comenzado, Olimac Rávot consultó en su vademécum la receta contra sus quebrantos de autoestima: "Podrás pedir pan, techo, trabajo, oportunidades, pero nunca, ¡jamás!, implores la amistad. Hacerlo atenta contra lo esencial de la condición humana: la dignidad". Para potenciar el efecto terapéutico de la fórmula, y tal como ya había procedido con Ana Cristina, OR optó por hacer clic sobre ese botón infalible del buzón electrónico capaz de conjurar para siempre el fantasma de aquellos reencuentros a largo plazo que prometen finales felices: ¡SPAM! Así somos...

martes, 24 de julio de 2012

La importancia de llamarse...


Después de mucho cavilar un nombre para este blog, hemos dado con uno que es lo más próximo a lo deseado. Otros apelativos tenían ya un titular de cuenta: Mientras llueve, Así es la vida, Atardecer, etc. ¡En fin! Aquí estamos.
bogotadc