![]() |
Una escena convertida en
ícono
histórico. El teniente Robert L. Stirm, del ejército
norteamericano, regresa de su misión en la Guerra del Vietnam, donde permaneció
cautivo hasta tres días antes de aterrizar en la Base Aérea Travis en
California, el 17 de marzo de 1973. De izquierda a
derecha, Robert L. Stirm, Lorrie Stirm, Bo Stirm, Cindy Stirm; la esposa, Loretta Stirm, y Roger Stirm. Sin duda, dentro de la ley de
probabilidades, se trata de un reencuentro más parecido al final feliz de una
película, que a la vida real. Stirm había sobrevivido al derribamiento de su
helicóptero. De alguna manera, aquí las expresiones de felicidad están
condicionadas a circunstancias entonces inéditas, como el anuncio que
Loretta Stirm había hecho por el correo a su esposo el día en que fue
liberado, en cuanto a que la relación conyugal llegaba a su fin. Captada por la lente de Slava "Sal" Veder, la imagen es bien elocuente en la descripción de cada uno de los protagonistas.
|
Justo porque se funda en pensar con el deseo, el pálpito general porfía en
que los reencuentros, sobre todo aquellos más intensa y largamente aguardados,
conducen siempre a escenarios felices. No
obstante, no pocas son las experiencias sobre cómo reencuentros con antesalas
tan enormes, aún festejados en medio de la mayor efervescencia, pueden culminar frente a verdaderos espejismos. De hecho, los deseos son abstractos, la realidad es concreta. ¿Cómo conciliar ambas dimensiones y no morir en el intento?
Aunque no existe el universo estadístico para formular el
fenómeno, a este propósito abundan las historias cargadas de absurdos, paradojas y
desencantos. Tomada al azar hay, por ejemplo, la de Jorge Eduardo Géchem
Turbay, uno de los políticos secuestrados por la guerrilla en las selvas
colombianas, quien al retornar a la libertad después de seis años —durante los
cuales Lucy Artunduaga, su esposa, descubrió que la dimensión del
infierno no es una hipérbole— regresó encadenado sentimentalmente a Gloria Polanco, una de sus
compañeras de cautiverio. Semejante desenlace desató encendidas controversias
entre quienes no perdonan aquel idilio y quienes hacen concesiones a las
veleidades del corazón como conductas humanas naturales.
Ni se diga acerca de un evento afín, todavía más relevante,
cual fue el protagonizado por la colombo-francesa Ingrid Betancourt, la más
famosa de los rehenes de la subversión, quien en medio de la algarabía
mediática de su liberación, a primera vista, que fue con ojos de invidente, soslayó
la presencia de su esposo, Juan Carlos Lecompte, presente en la primera fila
del comité de bienvenida. Abanderado internacional de la causa contra el
secuestro a raíz del plagio de la propia excandidata presidencial, en fracción de
nanosegundos Lecompte pasaba del delirio feliz en la intimidad a la postración
en público.
Algo similar debe ocurrir entre actores de millones de historias
anónimas, muchos de los cuales habrán pasado y seguirán discurriendo parte de
sus vidas entre los desvelos y los fantasmas derivados del silencio del ser
desaparecido cuya presunta existencia deja el lastre de unos puntos suspensivos
capaces de mantener en vilo el sentido de vivir de sus dolientes. Sin embargo,
llegado el instante sublimado, pero sobre todo el momento de la verdad, muchas veces las circunstancias no sólo defraudan las expectativas,
sino que implican aparatosas frustraciones.
Ya no propiamente en el
contexto del amor en ese sentido, sino en el ámbito de la amistad, un valor menos susceptible
de las contradicciones humanas y del cual era incondicional, Olimac Rávot (OR)
resultó interpretando un rol estelar en un par de capítulos de este
género. Fue como un día de mayo de 2011, en un arrebato de curiosidad, dio en
buscar su propio nombre en las aguas de Google, con la sorpresa de encontrarlo
sumergido en el buzón de alguna página. De veras, se trataba de la versión cibernética del mensaje
en la botella que el náufrago lanza desde altamar, y en ella alguien invocaba
la intención de recuperar una amistad interrumpida por más de treinta años.
En precaución de algún impostor de la web, OR acudió presuroso a
un café internet en Bogotá para acceder al número telefónico escrito al final
del texto y supuestamente ubicado en los Estados Unidos. Camino del cibercafé,
y mientras trataba de reconocer el apellido de quien suscribía aquella
solicitud, por su imaginación desfilaron todas las Anas Cristinas del mundo, la
mayoría ajenas a su pasado.
Como surgida desde los entretelones de un festival de magia,
pronto Ana Cristina Carrasco (ACC), ya con apellido de casada, aterrizó en
Bogotá, donde casualmente había permanecido apenas días atrás con motivo de un
simposio de terapias alternativas. Desde luego sin éxito, en tan breve coyuntura ella había desafiado la utopía de reencontrar al amigo, no sólo al cabo de más
de tres décadas, sino entre ocho millones de almas, al punto de llegar a detenerse de
manera sistemática en ciertos enclaves de la ciudad en espera descubrirlo entre
la multitud de transeúntes.
Una vez el reencuentro, con unos cuantos ítems de modo, lugar y
tiempo para algún guion cinematográfico, y tras una semana rebosante de
propósitos y de buena química con el entorno que la acogió, llegada la hora de
abordar el vuelo de regreso a su base en Miami, entre lágrimas y abrazos
eternos ACC se comprometió en un hasta pronto, y por cierto para una fecha
medio cabalística: el 11-11-11. Empero, y entre el creciente estupor de su anfitrión
y de los suyos, la noción sobre Ana Cristina, cuya reaparición suponía el
milagro de una amistad rescatada de las espesuras del tiempo, fue
convirtiéndose, en cuestión de sólo días, por cuenta suya y de manera
inexplicable, en la hoja conminada a la hojarasca que el viento del olvido se lleva.
Meses atrás, en los albores del mismo año, la apuesta de OR por
recuperar el contacto con Ylera Zaid (YZ), otra amistad femenina cuyo rastro
había desaparecido entre la bruma de un cuarto de siglo, cobraba el premio al
sinuoso recorrido por vericuetos de Internet, con escala en Facebook y arribo
final al correo electrónico.
Conocidos desde 1974 en Venezuela, y ahora producto de una
búsqueda que a fuerza del tiempo que se alargaba pareció llegar a ninguna parte, por fin en enero OR y YZ
reanudaban lazos, a través del correo de Yahoo. Con una presunta empatía a
prueba de por lo menos nueve mil quinientos días de incomunicación, en agosto y
al calor de un café negro departían en Bogotá, y un par de semanas más tarde
festejaban el haberse vuelto a ver con un brindis de vino caliente bajo la media luz de un
bar.
Entre prosa y poesía, principio en común, la relación a
distancia parecía gozar de cabal salud, hasta cuando OR empezó a experimentar
cierto malestar en la autoestima, estado que fue tornándose crónico. Con una frialdad propia de las cosas inexorables —"ni modo, así somos"—, rayana con el desdén, la apatía epistolar de
su corresponsal se hacía cada vez más recurrente en su laconismo. Como calcado del
episodio con Ana Cristina, aquel paradigma de reciprocidad y perseverancia que OR había forjado de YZ resultó
en una efigie asombrosamente deleznable.
Desde luego, la decepción, que es la pena capital de los sentimientos, era proporcional a la expectativa. En verdad, el nivel de degradación de una y otra relaciones había descendido al fondo de lo intratable, cuando las dos embajadoras del ayer terminaron reprobando hasta la asignatura clave de la interactividad social: la cortesía elemental. No propiamente con la mano en el corazón, Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon, deducía: "El estilo es la persona".
Sobrentendido, entonces, que cuando una amistad concluye es porque jamás ha
comenzado, Olimac Rávot consultó en su vademécum la receta contra sus
quebrantos de autoestima: "Podrás pedir pan, techo, trabajo,
oportunidades, pero nunca, ¡jamás!, implores la amistad. Hacerlo atenta contra
lo esencial de la condición humana: la dignidad". Para potenciar el efecto terapéutico de la fórmula, y tal
como ya había procedido con Ana Cristina, OR optó por hacer clic sobre ese
botón infalible del buzón electrónico capaz de conjurar para siempre el
fantasma de aquellos reencuentros a largo plazo que prometen finales felices:
¡SPAM! Así somos...