viernes, 27 de julio de 2012

El mito de ciertos reencuentros felices

 
Una escena convertida en ícono histórico. El teniente Robert L. Stirm, del ejército norteamericano, regresa de su misión en la Guerra del Vietnam, donde permaneció cautivo hasta tres días antes de aterrizar en la Base Aérea Travis en California, el 17 de marzo de 1973. De izquierda a derecha, Robert L. Stirm, Lorrie Stirm, Bo Stirm, Cindy Stirm; la esposa, Loretta Stirm, y Roger Stirm. Sin duda, dentro de la ley de probabilidades, se trata de un reencuentro más parecido al final feliz de una película, que a la vida real. Stirm había sobrevivido al derribamiento de su helicóptero. De alguna manera, aquí las expresiones de felicidad están condicionadas a circunstancias entonces inéditas, como el anuncio que Loretta Stirm había hecho por el correo a su esposo el día en que fue liberado, en cuanto a que la relación conyugal llegaba a su fin. Captada por la lente de Slava "Sal" Veder, la imagen es bien elocuente en la descripción de cada uno de los protagonistas.

Justo porque se funda en pensar con el deseo, el pálpito general porfía en que los reencuentros, sobre todo aquellos más intensa y largamente aguardados, conducen siempre a escenarios felices. No obstante, no pocas son las experiencias sobre cómo reencuentros con antesalas tan enormes, aún festejados en medio de la mayor efervescencia, pueden culminar frente a verdaderos espejismos. De hecho, los deseos son abstractos, la realidad es concreta. ¿Cómo conciliar ambas dimensiones y no morir en el intento?

Aunque no existe el universo estadístico para formular el fenómeno, a este propósito abundan las historias cargadas de absurdos, paradojas y desencantos. Tomada al azar hay, por ejemplo, la de Jorge Eduardo Géchem Turbay, uno de los políticos secuestrados por la guerrilla en las selvas colombianas, quien al retornar a la libertad después de seis años —durante los cuales Lucy Artunduaga, su esposa, descubrió que la dimensión del infierno no es una hipérbole— regresó encadenado sentimentalmente a Gloria Polanco, una de sus compañeras de cautiverio. Semejante desenlace desató encendidas controversias entre quienes no perdonan aquel idilio y quienes hacen concesiones a las veleidades del corazón como conductas humanas naturales.

Ni se diga acerca de un evento afín, todavía más relevante, cual fue el protagonizado por la colombo-francesa Ingrid Betancourt, la más famosa de los rehenes de la subversión, quien en medio de la algarabía mediática de su liberación, a primera vista, que fue con ojos de invidente, soslayó la presencia de su esposo, Juan Carlos Lecompte, presente en la primera fila del comité de bienvenida. Abanderado internacional de la causa contra el secuestro a raíz del plagio de la propia excandidata presidencial, en fracción de nanosegundos Lecompte pasaba del delirio feliz en la intimidad a la postración en público. 

Algo similar debe ocurrir entre actores de millones de historias anónimas, muchos de los cuales habrán pasado y seguirán discurriendo parte de sus vidas entre los desvelos y los fantasmas derivados del silencio del ser desaparecido cuya presunta existencia deja el lastre de unos puntos suspensivos capaces de mantener en vilo el sentido de vivir de sus dolientes. Sin embargo, llegado el instante sublimado, pero sobre todo el momento de la verdad, muchas veces las circunstancias no sólo defraudan las expectativas, sino que implican aparatosas frustraciones.

Ya no propiamente en el contexto del amor en ese sentido, sino en el ámbito de la amistad, un valor menos susceptible de las contradicciones humanas y del cual era incondicional, Olimac Rávot (OR) resultó interpretando un rol estelar en un par de capítulos de este género. Fue como un día de mayo de 2011, en un arrebato de curiosidad, dio en buscar su propio nombre en las aguas de Google, con la sorpresa de encontrarlo sumergido en el buzón de alguna página. De veras, se trataba de la versión cibernética del mensaje en la botella que el náufrago lanza desde altamar, y en ella alguien invocaba la intención de recuperar una amistad interrumpida por más de treinta años.

En precaución de algún impostor de la web, OR acudió presuroso a un café internet en Bogotá para acceder al número telefónico escrito al final del texto y supuestamente ubicado en los Estados Unidos. Camino del cibercafé, y mientras trataba de reconocer el apellido de quien suscribía aquella solicitud, por su imaginación desfilaron todas las Anas Cristinas del mundo, la mayoría ajenas a su pasado.

Como surgida desde los entretelones de un festival de magia, pronto Ana Cristina Carrasco (ACC), ya con apellido de casada, aterrizó en Bogotá, donde casualmente había permanecido apenas días atrás con motivo de un simposio de terapias alternativas. Desde luego sin éxito, en tan breve coyuntura ella había desafiado la utopía de reencontrar al amigo, no sólo al cabo de más de tres décadas, sino entre ocho millones de almas, al punto de llegar a detenerse de manera sistemática en ciertos enclaves de la ciudad en espera descubrirlo entre la multitud de transeúntes. 

Una vez el reencuentro, con unos cuantos ítems de modo, lugar y tiempo para algún guion cinematográfico, y tras una semana rebosante de propósitos y de buena química con el entorno que la acogió, llegada la hora de abordar el vuelo de regreso a su base en Miami, entre lágrimas y abrazos eternos ACC se comprometió en un hasta pronto, y por cierto para una fecha medio cabalística: el 11-11-11. Empero, y entre el creciente estupor de su anfitrión y de los suyos, la noción sobre Ana Cristina, cuya reaparición suponía el milagro de una amistad rescatada de las espesuras del tiempo, fue convirtiéndose, en cuestión de sólo días, por cuenta suya y de manera inexplicable, en la hoja conminada a la hojarasca que el viento del olvido se lleva.

Meses atrás, en los albores del mismo año, la apuesta de OR por recuperar el contacto con Ylera Zaid (YZ), otra amistad femenina cuyo rastro había desaparecido entre la bruma de un cuarto de siglo, cobraba el premio al sinuoso recorrido por vericuetos de Internet, con escala en Facebook y arribo final al correo electrónico.

Conocidos desde 1974 en Venezuela, y ahora producto de una búsqueda que a fuerza del tiempo que se alargaba pareció llegar a ninguna parte, por fin en enero OR y YZ reanudaban lazos, a través del correo de Yahoo. Con una presunta empatía a prueba de por lo menos nueve mil quinientos días de incomunicación, en agosto y al calor de un café negro departían en Bogotá, y un par de semanas más tarde festejaban el haberse vuelto a ver con un brindis de vino caliente bajo la media luz de un bar.

Entre prosa y poesía, principio en común, la relación a distancia parecía gozar de cabal salud, hasta cuando OR empezó a experimentar cierto malestar en la autoestima, estado que fue tornándose crónico. Con una frialdad propia de las cosas inexorables —"ni modo, así somos"—, rayana con el desdén, la apatía epistolar de su corresponsal se hacía cada vez más recurrente en su laconismo. Como calcado del episodio con Ana Cristina, aquel paradigma de reciprocidad y perseverancia que OR había forjado de YZ resultó en una efigie asombrosamente deleznable.

Desde luego, la decepción, que es la pena capital de los sentimientos, era proporcional a la expectativa. En verdad, el nivel de degradación de una y otra relaciones había descendido al fondo de lo intratable, cuando las dos embajadoras del ayer terminaron reprobando hasta la asignatura clave de la interactividad social: la cortesía elemental. No propiamente con la mano en el corazón, Georges Louis Leclerc, Conde de Buffon, deducía: "El estilo es la persona".

Sobrentendido, entonces, que cuando una amistad concluye es porque jamás ha comenzado, Olimac Rávot consultó en su vademécum la receta contra sus quebrantos de autoestima: "Podrás pedir pan, techo, trabajo, oportunidades, pero nunca, ¡jamás!, implores la amistad. Hacerlo atenta contra lo esencial de la condición humana: la dignidad". Para potenciar el efecto terapéutico de la fórmula, y tal como ya había procedido con Ana Cristina, OR optó por hacer clic sobre ese botón infalible del buzón electrónico capaz de conjurar para siempre el fantasma de aquellos reencuentros a largo plazo que prometen finales felices: ¡SPAM! Así somos...

martes, 24 de julio de 2012

La importancia de llamarse...


Después de mucho cavilar un nombre para este blog, hemos dado con uno que es lo más próximo a lo deseado. Otros apelativos tenían ya un titular de cuenta: Mientras llueve, Así es la vida, Atardecer, etc. ¡En fin! Aquí estamos.
bogotadc