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Montmartre |
De los
estereotipos sociales y culturales en determinadas regiones de América Latina inherentes
a la generación nacida hacia los años 40 del Siglo XX, algunos de los más significativos corresponden a tendencias extranjerizantes,
de acuerdo con el estrato socioeconómico.
Así,
la clase obrera y campesina suspiraba mirándose en el espejo de lo mexicano,
con sus gustos rancheros e inclusive identificándose con sus tragedias sociales.
Con determinado acceso a la escolaridad, el nivel medio de la población se
proyectaba en el estilo de vida de los Estados Unidos, y a menudo la tierra
prometida o el sueño americano se fundaba en el encanto por las postales de Nueva York y de
Miami.
Y el peldaño mayor de la sociedad, algo así como la gente considerada o
presumida “culta”, esa sí con mejores prerrogativas de montar en avión y de cruzar
el Atlántico, con cierto carácter compulsivo quiso verse reflejada en la bohême
française, escenario y atmósfera que invariablemente suponían la aproximación a
intellectualité. Como si se tratara de un desfile de estrellas, cada cual en
su arte pero a la vez como parte de un todo cultural y generacional, personajes
de la vida francesa como Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Edith Piaf, Yves
Montand, Marguerite Duras, Albert Camus, fueron ganando espacio y reverencia en
el imaginario estudiantil latinoamericano, menos colectivo que hoy, de los años 50 y 60.
Llegado el crucial
mayo de 1968 en París, con su ícono Daniel Cohn-Bendit a la cabeza, ya Brigitte
Bardot, Jean Paul Belmondo, Alain Delon, Charles Aznavour, Louis de Funès y por
supuesto Charles De Gaulle, entre muchas otras personalidades de primera plana,
habían alcanzado el suficiente protagonismo que los hacía objeto de una especie
de culto en las más diversas latitudes. En consecuencia, lo francés adquirió
connotación de moda pero también de oportunidad, y ya no necesariamente inspiró
el sueño de las élites, sino que su espectro se amplió hacia la izquierda
juvenil, pero al mismo tiempo a la onda hippie, que parecía pescar en río
revuelto. La tradición de que todos los caminos conducen a Roma cambió por la fijación
sobre París.
Al menos por los años subsiguientes, media generación de todas
partes interpretó de su propia magnificación de la Ciudad Luz, ¡oh, la-lá!, la
razón existencial para continuar allí los desafíos de la vida. En una suerte de
estampida gitana, muchos dejaron truncas sus carreras, abandonaron sus familias,
renunciaron a sus amores y a las prerrogativas de sus entornos, y mochila al
hombro le apostaron sus destinos a vivir, en verdad a tratar de sobrevivir, en
la cuna del pensamiento universal.
Vestigios de aquella diáspora generacional se
ven hoy reflejados en paisajes como Montmartre, donde, apeñuscados, confluyen aquellos
soñadores provenientes de tan lejos, pintando sus acuarelas de rebusque, asumiéndose
mimos en la tierra del mismo Marcel Marceau, vendiendo chucherías, rasgando
alguna guitarra, declamando, fungiendo de guías turísticos, de intérpretes, y
cuántos otros más, como los infaltables, apelando a la posibilidad de un
bolsillo ancho o de una cartera al garete.
"Desde luego”, precisa, “no es por lo famosa, sino por cuanto significa como identidad de este país, que es la cuna de la revolución de revoluciones. Ya sé que para muchos todo esto les parecerá como decir 'no soy feliz, pero tengo marido'. ¿Sabe una cosa? Mejor, dejémoslo de ese tamaño. ¿No le parece?”. Y diciéndolo, La Catira da rienda suelta a una carcajada infinita con la que desdeña la curiosidad de su interlocutor de ocasión, un turista mexicano, y su silueta, casi imperceptible, se pierde con la caída del sol en la Rue d'Orsel,
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